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Rafa Rubio

 

Amaneció un día de resaca, una de tantas, borracho de vicio y confusión, rasgando la majestuosa hipocresía del cielo religioso con sus maléficas zarpas. Y vomitó, vomitó todo aquello que habitaba dentro de su imaginario interior. Y anduvo días vomitando, sacando al Fernando que llevaba dentro. Sí, al Fernando.

 

De nombre Rafa, siempre tuvo el convencimiento de querer llamarse Fernando. Ese tío rebelde, tatuado, que viste chupa tejana, juega al futbolín durante las misas y fuma canutos, que todos tenemos. Suele ser el hermano pequeño de tu madre y muestra mirada desafiante.

Rafa se convirtió en Fernando. O mejor, Fernando se apoderó de Rafa. Y provocó que este vomitara sin prestar concesiones ni a sí mismo. Que sacara toda su lujuria, y todo su odio, y no dejara de hacerlo durante días; como en una gran bacanal de todo lo peor que se pueda extraer de los confines profundos del ser humano. Después, cayó en un prolongado silencio, exhausto de placer, con las manos sucias del semen de sus palabras, y su mente libre del peso que producen las cargas enquistadas.

Y durmió. Dormitó largo tiempo hasta despertar y encontrarla, producto de todo ello, instalada en lo más profundo de su corazón. Tan perfecta y tan asimétrica. Imperfecta Simetría.

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